Los adolescentes acceden, cada vez antes, al consumo de tranquilizantes.
Los adolescentes comienzan a consumir alcohol a los 14 años. Y tabaco, a los 14,1. Son las drogas legales que representan la puerta de entrada de los menores en el consumo de sustancias tóxicas y, aunque no en todos los casos, pueden constituir un peligroso punto de partida para el abuso de otras drogas ilegales como el cannabis (14,8 años), la cocaína (15,1) y el éxtasis (15,2). Y si todas ellas son conocidas por sus efectos nocivos y constituyen la base sobre la que se construyen las políticas de prevención, existe otra sustancia que adelanta al resto en su consumo precoz por parte de los adolescentes y cuyo primer contacto se sitúa en los 13,7 años: son los hipnosedantes (o benzodiazepinas), medicamentos muy comunes en cualquier botiquín casero que se prescriben para tratar alteraciones del sueño o trastornos de ansiedad.
Orfidal, Tranxilium, Valium o Trankimazin forman parte de esta familia de medicamentos que utilizados sin control pueden generar un problema de peso en quien las consume: los datos sobre su uso –con y sin receta– entre los adolescentes y jóvenes de 14 a 18 años aparecen recogidos en la última encuesta sobre uso de drogas en enseñanzas secundarias en España (el informe Estudes, impulsado por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad), que en su análisis correspondiente a los años 2016-2017 ya sitúa a los hipnosedantes.
Más allá de esta primera conclusión, la estadística confirma que el consumo de benzodiazepinas entre menores ha dado un salto cuantitativo en los últimos años, con cifras que en 1994 sólo afectaban al 6,9 de los adolescentes encuestados –un total de 35.369 estudiantes españoles; de ellos 2.970 andaluces– y que en 2017 escala hasta el 17,9% de adolescentes que admiten abiertamente que han consumido estos medicamentos alguna vez en su vida. Este porcentaje desciende significativamente hasta el 5,9% cuando la pregunta se refiere al uso en los últimos 30 días (datos de 2017); y aunque es cierto que estos datos no terminan de dibujar un escenario alarmante ni mayoritario, sí conviene avanzar en las causas y las consecuencias de este fenómeno entre este segmento de población.
La venta y el consumo se disparan.
Para acercarse de una manera seria y rigurosa a la estadística, conviene tener claro un punto de partida: «Hay que diferenciar claramente entre el uso terapéutico por prescripción médica y el consumo o abuso sin control, que es donde está el problema. Y la línea que separa ambos conceptos se puede cruzar en algún momento». La reflexión la pone sobre la mesa el Dr. Carlos Sánchez Menéndez, médico psiquiatra especializado en neuropsiquiatría, población infanto juvenil y adicciones, que atiende a diario en sus consultas de Málaga en la Clínica Vítalis y Córdoba a chavales con cuadros de ansiedad y trastornos depresivos que sí pueden llegar a necesitar un tratamiento específico –«y combinado», insiste– con hipnosedantes, terapia en varios frentes y un seguimiento exhaustivo por parte del especialista. Ahí está el uso. El abuso, en cambio, escapa al control de los profesionales, que alertan de los efectos que estas sustancias pueden tener en el menor si no se administran bajo la correspondiente supervisión.
Es un dato contrastado que la venta de hipnosedantes se ha disparado en los últimos años, «pero como hablamos en exclusiva de cifras de venta no sabemos si este fenómeno viene por un aumento en las indicaciones médicas o, por el contrario, por el mercado negro de estas sustancias», añade el especialista, que también desempeña su especialidad psiquiátrica como director médico de la clínica especializada en adicciones Triora MonteAlminara. «Los datos sobre el consumo de hipnosedantes en adultos sí están disparatados», coincide con su colega el doctor Juan Aguilar, médico psiquiatra y jefe de la Unidad de Salud Mental Infanto-Juvenil del Hospital Regional de Málaga (antiguo Carlos Haya).
Ambos entran de lleno en el debate sobre los menores señalando dos fenómenos que –en este caso sí– son motivos de alerta entre los profesionales: de un lado, la «escalada preocupante de conductas adictivas», en palabras del doctor Sánchez Menéndez; y, de otro, «el incremento generalizado de los problemas relacionados con los cambios de conducta», añade el doctor Aguilar. Y es en la combinación de ambas realidades donde está el riesgo de que los adolescentes caigan en el abuso de sustancias tóxicas, incluidos los hipnosedantes en el caso de que no estén prescritos por un profesional.
«Necesitamos estar bien»
Sobre el origen y las causas, los especialistas también confirman que en la actualidad «hay más picos de ansiedad entre los niños y los jóvenes y eso genera quizás más tratamientos»; y dibujan un panorama que reparte responsabilidades –que no culpas– en varios frentes: en primer lugar, hacia una sociedad que «cada vez tiene menos tolerancia a las frustraciones, y eso hace que hoy nos cueste más soportar los problemas, las angustias y las malas rachas y queramos calmar estos cuadros por encima de todo. Necesitamos estar bien», avanza el doctor Aguilar, quien constata que cada vez son más los que vinculan esa ‘calma’ «a la pastilla».
Y esto también es aplicable a niños y adolescentes, «a los que –añade– no damos la oportunidad de que experimenten esa parte imprescindible del crecimiento que implica la capacidad natural de superar determinados problemas sin necesidad de medicación». «Si algo caracteriza a la sociedad de hoy en día es la delegación: que me solucione el problema el hospital, la policía o el colegio… Hay una lucha permanente con la familia por ver a quién le corresponde arreglarlo», observa el doctor Aguilar poniendo el dedo en la llaga y alertando de la tentación de «anestesiar a los adolescentes frente a procesos que a veces son naturales».
«Vivimos profundos cambios culturales y sociales, y eso genera una nueva incidencia diagnóstica»
Dr. Carlos Sánchez Menéndez, psiquiatra
«Los hipnosedantes pueden ir asociados al abuso de estimulantes, y el efecto rebote es una bomba»
dr. juan aguilar, Jefe Unidad Salud Mental Infanto-Juvenil del Hospital Regional
«Los padres son modelos de referencia, y si yo veo que consumen y les va bien, las tomaré yo también»
virgina pérez fernández, proyecto hombre
En la misma línea, el doctor Sánchez Menéndez se refiere a un perfil de padres «cada vez más hiperpreocupados por el bienestar del hijo, y que en ese mecanismo de hiperprotección buscan otros recursos para arreglar el problema: depositan esa confianza en los fármacos, en los profesores, en los médicos o en los terapeutas». Y añade otra reflexión que da que pensar: «Hoy en día se exige a los niños un estado permanente de actividad, con una sobrecarga de actividad intelectual en detrimento de la física. Y ambos aspectos tendrían equilibrarse, porque de lo contrario podemos encontrarnos con niños que cuando lleguen a la adolescencia y puedan tener acceso a todas estas sustancias nocivas las consideren una vía de escape». El médico psiquiatra completa su diagnóstico con otra realidad incontestable: «En los últimos años hemos vivido profundos cambios culturales, sociales y familiares; y eso genera una nueva incidencia diagnóstica», añade el doctor Sánchez Menéndez, convencido de que esos «profundos cambios» pueden tener un efecto más o menos acusado en el menor, hasta el punto de necesitar un abordaje profesional.
En este escenario complejo, también tienden a mezclarse problemas reales que necesitan de un tratamiento farmacológico y un seguimiento específico con otros cuadros pasajeros que responden a la evolución natural (y necesaria) del niño o el adolescente: es decir, no es lo mismo una ansiedad bloqueante o una depresión severa que un episodio más o menos intenso de trastornos del sueño o de picos de ansiedad. «Sin embargo, hoy hay mucha presión para que los problemas se sanitaricen, más incluso que para que se medicalicen», confirma el doctor Aguilar, que por su experiencia sí traza con claridad este diagnóstico sobre la creciente demanda de ‘acción’ sanitaria, ya sea por parte de los padres o, por ejemplo del colegio.
Esto último fue lo que le sucedió a Blanca, una madre malagueña que prefiere no dar más datos que la identifiquen pero que aún recuerda con angustia el episodio reciente que vivió uno de sus hijos adolescentes cuando, de la noche a la mañana, se vio afectado por un cuadro de ansiedad tal que no podía seguir una clase con normalidad, que se bloqueaba a la hora de entrar al colegio y que, en fin, sufría ataques de pánico en lugares que antes consideraba seguros. Una vez confirmado con el menor y su entorno que no existía una causa externa para este cambio radical en el comportamiento (por ejemplo, acoso escolar o consumo de estupefacientes), la primera decisión de Blanca fue llevar a su hijo al psicólogo de su centro de salud, que identificó rápidamente el problema y le dio al joven las herramientas «para ir superándolo poco a poco», recuerda esta madre. Sin embargo, el cuadro de ansiedad se prolongó durante unas semanas y dejó en el colegio demasiadas escenas de interrupción de las clases o de ataques de ansiedad en el pasillo, hasta el punto de que algunos profesores insistieron a la familia para que la solución viniera a través de un tratamiento farmacológico «y así acabar más rápido con el problema», afirma Blanca, quien admite que en aquel trance sí sintió «esa presión extra» por parte del colegio pero que ahora celebra que su hijo ha vuelto a ser «el mismo de antes, un estudiante brillante y un niño sociable» sin necesidad de pastillas, que por otra parte tampoco vieron necesarias «los dos especialistas que lo atendieron».
¿Por qué ese abuso del consumo?
Ahora bien, ¿qué ocurre si los que deciden dar el paso adelante en el consumo de los hipnosedantes son los propios adolescentes? ¿Por qué comienza este abuso? Quien aporta las claves en este caso es Virginia Pérez Fernández, responsable del programa de prevención de Proyecto Hombre y más que acostumbrada a abordar estas cuestiones con los adolescentes. «Estas sustancias están totalmente a mano, en los botiquines de las propias casas porque las consumen los padres; y es a lo primero que tienen acceso, bien desde el hogar o también por el trapicheo», confirma la terapeuta, quien añade que en esas circunstancias funciona mucho el ‘efecto espejo’: «Los padres son modelos de referencia, y si yo veo que ellos consumen estas pastillas y les va bien, en el momento en que yo considere que las necesito las tomaré también», explica.
Aunque no existe una estadística concreta sobre este consumo en los jóvenes malagueños, Proyecto Hombre impulsó hace unos años un estudio específico con la Universidad de Huelva a partir de entrevistas a más de 4.000 alumnos de 1º a 4º de la ESO en las ocho provincias andaluzas: la conclusión fue que los adolescentes se acercaban cada vez a los hipnosedantes «por el consumo extendido en las familias». También entre su grupo de iguales: «Los adolescentes se contagian de todo; con que haya uno que cuente que se ha tomado una pastilla ya van otros detrás», confirma el doctor Aguilar. Y ojo que aunque es complejo discriminar entre los abusos el consumo específico de hipnosedantes, los perfiles sí están claros: las chicas los toman mucho más que ellos (según el informe Estudes, en un porcentaje de hasta el 62,2%).
Más allá del impulso de la imitación, hay que añadir que las bendodiazepinas cuentan con otras características que pueden llegar a convertirlas en ‘atractivas’ a ojo de los chavales y que enumera el doctor Sánchez Menéndez: «Son muy económicas, existe un mercado negro al que se puede acceder con mucha facilidad, son seguras –no suelen ser letales incluso a pesar de que se consuma en altas dosis– y generan tolerancia, de ahí que una vez pasado el tiempo de consumo disminuye la efectividad y es necesario ampliar la dosis, lo que puede llevar a la adicción».
Sobre este consumo sin prescripción médica, el doctor Aguilar emite una advertencia: «El abuso de hipnosedantes puede ir asociado también a un consumo excesivo de sustancias estimulantes, y ese efecto rebote es una bomba». A cambio, el psiquiatra insiste en la necesidad de limitar el uso de las benzodiazepinas a los tratamientos médicos y a cuadros muy específicos; e incluso en estos casos la medicación –defiende– ha de plantearse para el corto plazo: «No es recomendable el uso en adolescentes más allá de los seis meses», añade el especialista, quien de nuevo vuelve a coincidir con el doctor Sánchez Menéndez en la necesidad de que la ingesta de estos medicamentos se combine «con terapia individual y, en el caso de los menores, con terapias en paralelo con los padres». El último mensaje es también compartido: «No vale ir al médico sólo a por la pastillita».
Artículo original de Ana Pérez Bryan, Diario Sur.
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